Víctor Manuel Mendiola sobre el diccionario de Domínguez Michael
Sobre el pseudo-diccionario que redactó el enanito (por mezquino) bufón de la corte panista Christopher Domínguez Michael...
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Ni diccionario ni crítico el recuento de la literatura mexicana del FCE
Víctor Manuel Mendiola
El título de Diccionario crítico de la literatura mexicana 1955 - 2005 falla al designar la arbitraria selección de notas que Christopher Domínguez Michael ha agrupado en su nuevo libro. Las omisiones y desmesuras de la obra no sólo cuestionan al pretendido diccionarista sino también a la importante casa que lo editó.
Si leyéramos el último libro Christopher Domínguez como una reedición de muchos de los textos que ha publicado acerca de la literatura mexicana, podríamos pensar que con la nueva reunión el autor nos ofrece un panorama más armonioso de cierta parcela de sus lecturas. El reagrupamiento tendría cierto sentido y le concederíamos validez pero sin darle demasiada importancia, ya que de hecho no representaría una novedad. Veríamos en la recomposición de los textos una oportunidad editorial del autor para recircular su obra. Legítimo y explicable.
No es así. El reagrupamiento de las notas posee un valor que no se puede soslayar, tanto por el título como por la naturaleza del editor que lo publica. Diccionario crítico de la literatura mexicana 1955 - 2005 (FCE, 2007, México, 588 p.) es una publicación complaciente y plena de pretensiones que no responde a lo que debiéramos esperar de un libro con ese título comprometedor. En primer lugar, no es, a pesar del orden alfabético, un diccionario. Es más bien una selección personal en la cual no es posible entender racionalmente por qué están unos autores y faltan otros. El uso de la palabra diccionario en una casa editorial con la autoridad del Fondo de Cultura Económica y en el formato de diseño de la colección de los grandes diccionarios, debiera obligar a quien echase mano de ese vocablo, diccionario, y de ese epíteto, crítico, a cubrirlos requisitos mínimos y aceptables del rigor, tales como un universo completo preciso y coherente, textos proporcionados a la importancia de los escritores, inclusión de las aclaraciones pertinentes y una visión objetiva, evitando prejuicios y favoritismos. Si un estudioso hace un diccionario de botánica, no solo escoge las plantas representativas de su invernadero, si no las que están en los demás jardines. Esto es todavía más necesario cuando una obra se anuncia en portada no como una lista casual sino como la recopilación ordenada de un espacio temporal tan reciente y, por eso mismo, problemático. Si Domínguez dijera “Mi diccionario” o mejor aún —mucho menos fatuo— “Mi selección”, de acuerdo a la fórmula que es la manera honorable, o “Diccionario de autor” como señala a hurtadillas en el prólogo, y si el FCE hubiera publicado esta obra con un título más subjetivo, en concordancia con la índole del texto, y bajo el formato de une de tantos volúmenes de crítica, podríamos aceptarla o ponerle reparos, pero no tendría implicaciones editoriales graves. Sería uno de tantos libros y el lector se acercaría a él sin prejuicios, de la misma forma que hacemos cuando consultamos las revisiones alfabéticas o no alfabéticas de Emmanuel Carballo, Adolfo Castañón o Alejandro Toledo y tantos otros. Pero al ser publicado con ese nombre ostentoso y con el anuncio del rasero “crítico” se da una valoración errónea de la literatura mexicana; se mal orienta y, peor aún, se le toma el pelo al lector. El título ostentoso no se corresponde con la selección limitada ni con muchos de los textos arbitrarios y vagos, insuficientemente procesados para un compendio de tal envergadura. Aunque Domínguez ha sido muchas veces un analista constante de la narrativa hispanoamericana es incomprensible por qué el FCE aceptó publicar este refrito de notas.
En segundo lugar está la aritmética. Cuando el lector se percata de que Rubén Bonifaz Ñuño y Jaime Sabines tienen, el primero, una página y, el segundo, apenas un poco más de media, mientras que Enrique Krauze cuenta con diez y la mayor parte de Ios compañeros, amigos y directores o guías de Domínguez se llevan generosas revisiones, uno advierte que algo está torcido. Sí, definitivamente, como diría el príncipe: “Algo está podrido en Dinamarca, A esta compilación le falta lo que tiene la crítica real: decisión para separarse de los compromisos personales y de los afectos, falta de independencia para caminar con opiniones propias. Me pregunto qué pensarán el Sistema Nacional de Creadores del Conaculta y la Fundación Guggenheim, que apoyaron el proyecto de una publicación no sólo tan precaria y carente de profesionalismo, sino tramposa.
Por otro lado, cómo es posible que en un diccionario “crítico” de la literatura mexicana no estén José María Pérez Gay (autor de ensayos tan originales en El imperio perdido); Guillermo Samperio (narrador de cuentos imaginativos que nada tiene que ver con la prosa vacía y seudosexual que pulula aquí y allá); Elena Poniatowska (inolvidable, en primer lugar por La noche de Tlatelolco); Marco Antonio Campos (poeta que lleva la poesía confesional al expresionismo); Ángeles Mastretta (hábil narradora que los lectores siguen como a pocos escritores); Efraín Bartolomé (heredero de la voz selvática de Pellicer); Julieta Campos (fina y compleja narradora en Muerte por agua); Ignacio Padilla (de lectura obligada por Amphitryon); Sabina Berman (creadora de un teatro al margen de los clichés locales); Evodio Escalante (acaso el mejor ensayista de su generación y citado varias veces en el diccionario por sus pertinentes y agudos señalamientos pero eludido en el índice y aludido con el nombre despectivo de profesor Escalante); Eraclio Zepeda (cuentista poderoso donde se dan cita al mismo tiempo el siglo XVI y la modernidad); Federico Campbell (prosista de la ineludible novela Pretexta); Luis Miguel Aguilar (autor del libro de poemas Chetumal Bay Anthology que para los que sí saben de poesía es imprescindible); o, ya que Domínguez incluyó historiadores, cómo es posible que haya pasado por alto a Miguel León Portilla (figura fundamental sobra decirlo para comprender en el mundo moderno a los antiguos mexicanos y su literatura); a Luis González y González (creador de ensayos esenciales de microhistoria); y a Guillermo Tovar y de Teresa (La ciudad de los palacios es una referencia). En este mismo plano, si están elegidos varios escritores de origen extranjero, ¿Por qué la ausencia de Juan Gelman ¿Tal vez Domínguez agotó la cuota permitida de izquierda? La obra de todos estos autores nos puede gustar o no pero en un diccionario crítico deben estar ellos y otros más que no he mencionado aunque nada más fuera para establecer la amplitud necesaria y darle al compendio un equilibrio objetivo. Nuestra decepción crece aún más cuando advertimos que mientras Jaime Sabines, es en el tratamiento de Domínguez, un poeta priísta de clases medias, Enrique Krauze, con sus textos históricos de difusión, es un gran literato y casi un héroe de la protesta de la nacionalización de la banca. En suma tanto en las valoraciones cuantitativas como cualitativas del “diccionario” todo está al revés. Al poeta se le juzga con martillo por sus posturas políticas y al articulista de ensayos políticos e históricos se le pone entre almohadillas por una supuesta voluntad de estilo. Todos sabemos que la aceptación amplia y profunda de la obra de Sabines es entre otras muchas cosas un “misterio” y una chocantería del gusto popular y todos sabemos asimismo que Krauze ha realizado un valioso esfuerzo en la difusión de la historia mexicana —curiosamente también entre un público masivo nada más que éste se encuentra en la TV.
Pero a ninguno de los dos los hace mejores o peores desde el punto de vista del rigor, contar con un público numeroso y clasemediero, de izquierda o mojigato. Lo que interesa es su contribución efectiva a la literatura. Y en ese sentido Sabines es un gran poeta —modificó el lenguaje de la poesía hispanoamericana y con él nuestra manera de usar las palabras— y Krauze un difusor apasionado de la historia de México —ha ayudado a que un público común y corriente piense en una parte de los momentos esenciales de nuestra historia moderna ¿A quién le correspondería una revisión más concienzuda? Es candorosa y relamida la manera como se agrega al poeta y critico José María Espinasa. De forma engolada Domínguez confiesa: “… al catálogo de sus recomendaciones, en poesía y en prosa, debo muchos de mis libros electivos…”. ¿Lo incluyó porque le sugiere lecturas? Flaco favor le hizo a nuestro amigo.
Quizá otro de los problemas de este diccionario es la pretensión de Domínguez de abarcar lo que no comprende: la lírica. Él mismo ha dicho que no entiende la poesía. Si es así, ¿por qué su obstinación en dar opiniones que revelan falta de inteligencia en el entendimiento de los problemas fundamentales de la poesía contemporánea? Esta insistencia muestra a Domínguez, una y otra vez, tan insensible como carente de gusto. Bastaría con revisar sus acercamientos al poeta Eduardo Lizalde para damos cuenta que no atina en la localización de los poemas esenciales del autor de El Tigre en la casa. Bastaría también con observar algunos de los nuevos poetas seleccionados para comprobar que son los más confusos y epigonales de la poesía mexicana reciente. Si Domínguez cree que el lenguaje sinuoso e impreciso de Vicente de Aguinaga —de quien habla con el batiburrillo característico de Eduardo Milán: “planeta de paisajes casi inmóviles cuyo tiempo puede estar antes o después” y el de Julián Herbert —a quien trata de explicar en una frase cacofónica: “… un libro de poemas que llama la atención por la forma en que Herbert erra…” —representan lo mejor de nueva poesía está equivocado. El diccionarista deja de lado a los nuevos que merecen interés: Samuel Noyola, Juan Carlos Bautista, Pedro Guzmán, Luis Felipe Fabre y José Eugenio Sánchez.
Pero no son los disparos a tontas y locas de Domínguez lo que resulta verdaderamente preocupante, sino que el FCE en una publicación de esta clase, haya tirado por la borda la solidez editorial y haya minusvaluado a un gran número de escritores que son, en muchos casos sus propios autores. Esta casa editorial ¿va a abandonar el cuidado de la edición que mantuvo —más o menos— en los años anteriores por complacer a un grupo quién sabe por qué motivos? ¿Este es el diccionario critico que mostrará a la literatura mexicana en el extranjero? ¿Ésta es la pluralidad que debe tener la editorial de todos los escritores mexicanos de valor indiscutible? ¿Ésta es la novedad que la dirección del FCE nos tiene reservada para su segunda larga administración?
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Fuente: Suplemento "Confabulario", de El Universal, sábado, 12 de enero de 2008.
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Ni diccionario ni crítico el recuento de la literatura mexicana del FCE
Víctor Manuel Mendiola
La moral, en el sentido profundo de la palabra, interviene más de lo que se piensa en la creación artística
Octavio Paz, Puertas al campo
El título de Diccionario crítico de la literatura mexicana 1955 - 2005 falla al designar la arbitraria selección de notas que Christopher Domínguez Michael ha agrupado en su nuevo libro. Las omisiones y desmesuras de la obra no sólo cuestionan al pretendido diccionarista sino también a la importante casa que lo editó.
Si leyéramos el último libro Christopher Domínguez como una reedición de muchos de los textos que ha publicado acerca de la literatura mexicana, podríamos pensar que con la nueva reunión el autor nos ofrece un panorama más armonioso de cierta parcela de sus lecturas. El reagrupamiento tendría cierto sentido y le concederíamos validez pero sin darle demasiada importancia, ya que de hecho no representaría una novedad. Veríamos en la recomposición de los textos una oportunidad editorial del autor para recircular su obra. Legítimo y explicable.
No es así. El reagrupamiento de las notas posee un valor que no se puede soslayar, tanto por el título como por la naturaleza del editor que lo publica. Diccionario crítico de la literatura mexicana 1955 - 2005 (FCE, 2007, México, 588 p.) es una publicación complaciente y plena de pretensiones que no responde a lo que debiéramos esperar de un libro con ese título comprometedor. En primer lugar, no es, a pesar del orden alfabético, un diccionario. Es más bien una selección personal en la cual no es posible entender racionalmente por qué están unos autores y faltan otros. El uso de la palabra diccionario en una casa editorial con la autoridad del Fondo de Cultura Económica y en el formato de diseño de la colección de los grandes diccionarios, debiera obligar a quien echase mano de ese vocablo, diccionario, y de ese epíteto, crítico, a cubrirlos requisitos mínimos y aceptables del rigor, tales como un universo completo preciso y coherente, textos proporcionados a la importancia de los escritores, inclusión de las aclaraciones pertinentes y una visión objetiva, evitando prejuicios y favoritismos. Si un estudioso hace un diccionario de botánica, no solo escoge las plantas representativas de su invernadero, si no las que están en los demás jardines. Esto es todavía más necesario cuando una obra se anuncia en portada no como una lista casual sino como la recopilación ordenada de un espacio temporal tan reciente y, por eso mismo, problemático. Si Domínguez dijera “Mi diccionario” o mejor aún —mucho menos fatuo— “Mi selección”, de acuerdo a la fórmula que es la manera honorable, o “Diccionario de autor” como señala a hurtadillas en el prólogo, y si el FCE hubiera publicado esta obra con un título más subjetivo, en concordancia con la índole del texto, y bajo el formato de une de tantos volúmenes de crítica, podríamos aceptarla o ponerle reparos, pero no tendría implicaciones editoriales graves. Sería uno de tantos libros y el lector se acercaría a él sin prejuicios, de la misma forma que hacemos cuando consultamos las revisiones alfabéticas o no alfabéticas de Emmanuel Carballo, Adolfo Castañón o Alejandro Toledo y tantos otros. Pero al ser publicado con ese nombre ostentoso y con el anuncio del rasero “crítico” se da una valoración errónea de la literatura mexicana; se mal orienta y, peor aún, se le toma el pelo al lector. El título ostentoso no se corresponde con la selección limitada ni con muchos de los textos arbitrarios y vagos, insuficientemente procesados para un compendio de tal envergadura. Aunque Domínguez ha sido muchas veces un analista constante de la narrativa hispanoamericana es incomprensible por qué el FCE aceptó publicar este refrito de notas.
En segundo lugar está la aritmética. Cuando el lector se percata de que Rubén Bonifaz Ñuño y Jaime Sabines tienen, el primero, una página y, el segundo, apenas un poco más de media, mientras que Enrique Krauze cuenta con diez y la mayor parte de Ios compañeros, amigos y directores o guías de Domínguez se llevan generosas revisiones, uno advierte que algo está torcido. Sí, definitivamente, como diría el príncipe: “Algo está podrido en Dinamarca, A esta compilación le falta lo que tiene la crítica real: decisión para separarse de los compromisos personales y de los afectos, falta de independencia para caminar con opiniones propias. Me pregunto qué pensarán el Sistema Nacional de Creadores del Conaculta y la Fundación Guggenheim, que apoyaron el proyecto de una publicación no sólo tan precaria y carente de profesionalismo, sino tramposa.
Por otro lado, cómo es posible que en un diccionario “crítico” de la literatura mexicana no estén José María Pérez Gay (autor de ensayos tan originales en El imperio perdido); Guillermo Samperio (narrador de cuentos imaginativos que nada tiene que ver con la prosa vacía y seudosexual que pulula aquí y allá); Elena Poniatowska (inolvidable, en primer lugar por La noche de Tlatelolco); Marco Antonio Campos (poeta que lleva la poesía confesional al expresionismo); Ángeles Mastretta (hábil narradora que los lectores siguen como a pocos escritores); Efraín Bartolomé (heredero de la voz selvática de Pellicer); Julieta Campos (fina y compleja narradora en Muerte por agua); Ignacio Padilla (de lectura obligada por Amphitryon); Sabina Berman (creadora de un teatro al margen de los clichés locales); Evodio Escalante (acaso el mejor ensayista de su generación y citado varias veces en el diccionario por sus pertinentes y agudos señalamientos pero eludido en el índice y aludido con el nombre despectivo de profesor Escalante); Eraclio Zepeda (cuentista poderoso donde se dan cita al mismo tiempo el siglo XVI y la modernidad); Federico Campbell (prosista de la ineludible novela Pretexta); Luis Miguel Aguilar (autor del libro de poemas Chetumal Bay Anthology que para los que sí saben de poesía es imprescindible); o, ya que Domínguez incluyó historiadores, cómo es posible que haya pasado por alto a Miguel León Portilla (figura fundamental sobra decirlo para comprender en el mundo moderno a los antiguos mexicanos y su literatura); a Luis González y González (creador de ensayos esenciales de microhistoria); y a Guillermo Tovar y de Teresa (La ciudad de los palacios es una referencia). En este mismo plano, si están elegidos varios escritores de origen extranjero, ¿Por qué la ausencia de Juan Gelman ¿Tal vez Domínguez agotó la cuota permitida de izquierda? La obra de todos estos autores nos puede gustar o no pero en un diccionario crítico deben estar ellos y otros más que no he mencionado aunque nada más fuera para establecer la amplitud necesaria y darle al compendio un equilibrio objetivo. Nuestra decepción crece aún más cuando advertimos que mientras Jaime Sabines, es en el tratamiento de Domínguez, un poeta priísta de clases medias, Enrique Krauze, con sus textos históricos de difusión, es un gran literato y casi un héroe de la protesta de la nacionalización de la banca. En suma tanto en las valoraciones cuantitativas como cualitativas del “diccionario” todo está al revés. Al poeta se le juzga con martillo por sus posturas políticas y al articulista de ensayos políticos e históricos se le pone entre almohadillas por una supuesta voluntad de estilo. Todos sabemos que la aceptación amplia y profunda de la obra de Sabines es entre otras muchas cosas un “misterio” y una chocantería del gusto popular y todos sabemos asimismo que Krauze ha realizado un valioso esfuerzo en la difusión de la historia mexicana —curiosamente también entre un público masivo nada más que éste se encuentra en la TV.
Pero a ninguno de los dos los hace mejores o peores desde el punto de vista del rigor, contar con un público numeroso y clasemediero, de izquierda o mojigato. Lo que interesa es su contribución efectiva a la literatura. Y en ese sentido Sabines es un gran poeta —modificó el lenguaje de la poesía hispanoamericana y con él nuestra manera de usar las palabras— y Krauze un difusor apasionado de la historia de México —ha ayudado a que un público común y corriente piense en una parte de los momentos esenciales de nuestra historia moderna ¿A quién le correspondería una revisión más concienzuda? Es candorosa y relamida la manera como se agrega al poeta y critico José María Espinasa. De forma engolada Domínguez confiesa: “… al catálogo de sus recomendaciones, en poesía y en prosa, debo muchos de mis libros electivos…”. ¿Lo incluyó porque le sugiere lecturas? Flaco favor le hizo a nuestro amigo.
Quizá otro de los problemas de este diccionario es la pretensión de Domínguez de abarcar lo que no comprende: la lírica. Él mismo ha dicho que no entiende la poesía. Si es así, ¿por qué su obstinación en dar opiniones que revelan falta de inteligencia en el entendimiento de los problemas fundamentales de la poesía contemporánea? Esta insistencia muestra a Domínguez, una y otra vez, tan insensible como carente de gusto. Bastaría con revisar sus acercamientos al poeta Eduardo Lizalde para damos cuenta que no atina en la localización de los poemas esenciales del autor de El Tigre en la casa. Bastaría también con observar algunos de los nuevos poetas seleccionados para comprobar que son los más confusos y epigonales de la poesía mexicana reciente. Si Domínguez cree que el lenguaje sinuoso e impreciso de Vicente de Aguinaga —de quien habla con el batiburrillo característico de Eduardo Milán: “planeta de paisajes casi inmóviles cuyo tiempo puede estar antes o después” y el de Julián Herbert —a quien trata de explicar en una frase cacofónica: “… un libro de poemas que llama la atención por la forma en que Herbert erra…” —representan lo mejor de nueva poesía está equivocado. El diccionarista deja de lado a los nuevos que merecen interés: Samuel Noyola, Juan Carlos Bautista, Pedro Guzmán, Luis Felipe Fabre y José Eugenio Sánchez.
Pero no son los disparos a tontas y locas de Domínguez lo que resulta verdaderamente preocupante, sino que el FCE en una publicación de esta clase, haya tirado por la borda la solidez editorial y haya minusvaluado a un gran número de escritores que son, en muchos casos sus propios autores. Esta casa editorial ¿va a abandonar el cuidado de la edición que mantuvo —más o menos— en los años anteriores por complacer a un grupo quién sabe por qué motivos? ¿Este es el diccionario critico que mostrará a la literatura mexicana en el extranjero? ¿Ésta es la pluralidad que debe tener la editorial de todos los escritores mexicanos de valor indiscutible? ¿Ésta es la novedad que la dirección del FCE nos tiene reservada para su segunda larga administración?
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Fuente: Suplemento "Confabulario", de El Universal, sábado, 12 de enero de 2008.
Etiquetas: Christopher Domínguez Michael, Conaculta, Consuelo Sáizar, Enrique Krauze, FCE, Fundación Guggenheim, Guillermo Samperio, Jaime Sabines, Miguel León Portilla, SNCA, Víctor Manuel Mendiola
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